jueves, 28 de julio de 2011

Dientes

Voy al dentista ahora. Al final he llamado para pedir cita, mareado de darle tantas vueltas.
Llevo años sin ir.
Preocupación. Preveo el dolor, el gasto, y ese feo momento en que uno abre la boca sumiso y el carnicero se inclina y se asoma y revisa. Preocupación por esas más que seguras malas noticias.
Un poco cansado.

Saludos.

martes, 26 de julio de 2011

Loco por Shakespeare

Yo tenía un enfoque perfecto y definitivo sobre El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare (1595). Contaba a todo el que me quisiera escuchar mi visión de la obra en cuanto se me presentaba la ocasión, porque me fascinó cuando la leí.
El otro día le di la chapa a una amiga precisamente porque vamos a ir a verla al teatro Fígaro esta semana.
Yo le contaba emocionado que la obra trata de la naturaleza del amor cortés, que tiende a establecer un vínculo puramente social, que se da dentro de los muros de la ciudad (no recordaba que era Atenas), y de cómo en general, nos decía Shakespeare, este mundo ordenado y prescrito de la vida humana se viene abajo en cuanto la naturaleza bruta (Amor) irrumpe. Así, los muchachos y las muchachas de la corte, los protagonistas, establecían vínculos en la ciudad, acordaban casamientos entre sí, profesándose tiernas y fieles palabras de amor. Pero cuando los chicos salen de merienda al bosque (todo esto, insisto, era mi versión) un duendecillo cabroncete llamado Puck les echa un jugo de una flor en el oido mientras duermen la siesta allí en el campo y, cuando despiertan, se vuelven todos locos, no pueden controlarse y aquello se convierte poco menos que en una bacanal. Pueden leerse en esas escenas de la obra maravillosas declaraciones de amor, un amor arrebatado y salvaje, tal como a ellos realmente les pide el cuerpo, olvidados de aquello a lo que se habían comprometido dentro.
Claro la gracia de la obra según mi teoría estaba en cómo el amor en bruto perturba la paz social, y en cómo hay una siniestra y atractiva verdad en el bosque, en la noche, de la que es preciso huir, y cómo por tanto todos aquellos que nos hemos establecido nos hayamos convertido previamente, necesariamente, más o menos en unos hipócritas para poder seguir tirando. Esto es lo que yo por encima pensaba de la obra.
A esto se añadían coros de hadas y duendes, la reina de las hadas, el espíritu del bosque, y así la obra se llenaba para mi de un encanto especial.

Al final se cierra el telón y Puck, el duendecillo travieso (hay que leerlo para entender al altura y la profundidad de la que este auténtico inmoral hace gala) sale a escena ya solo y se dirige al público, pidiéndo así perdón Shakespeare por haberles llamado hipócritas en su misma cara:

PUCK: Si nosotros, vanas sombras, os hemos ofendido,
pensad sólo esto y todo está arreglado:
que os habéis quedado aquí dormidos
mientras han aparecido esas visiones.
Y esta débil y humilde ficción
no tendrá sino la inconsistencia de un sueño;
amables espectadores, no nos reprendáis;
si nos perdonais, nos enmendaremos.(...)


Y ahora, parecía despedirse Puck de los espectadores, ya pueden irse ustedes con sus señoras a los salones de su casa, y a la cama luego, y soñar con la tierna y jugosa criada. Este era el punto final, ya digo, la guinda de mi teoría.

Pues bien, todo esto que a mi tanto me apasionaba es mentira, es una ficción mia. La volví a leer y a las primeras de cambio mi teoría se resquebrajaba. Es verdad que no toda es falsa, se puede salvar algo de mi desquiciada versión. Pero la cuestión no es esa: yo estaba convencido de que la obra era exactamente esto. No habría tanta variación entre la historia leída y la interpretada en una mente sana. Y tengo algunos lapsus parecidos.

Saludos,

(la he leído y, eso sí, sigue siendo igual de maravillosa o más que como la recordaba)

sábado, 23 de julio de 2011

Pajarico

Hoy estaba tirado en casa después de comer, viendo Chantaje en Broadway. A mitad de película mi gata ha entrado del patio con un bicho en la boca. Cuando la he visto entrar recuerdo que solamente he podido pensar "Dios, espero que no sea un ratón". He corrido detrás de ella y se ha metido al baño con el bicho en la boca. Ahí dentro lo ha soltado y he visto que era un pajarito, que se ha quedado en una esquina mirándonos asustado.
He cogido a mi gata. La he echado al patio, he encerrado al pajarito en el baño y he seguido viendo la película, esperando a que se fuera un poco el calor para llevarlo al campo.

Bueno, al terminar la película he cogido al pajarito del baño. Casi ya podía volar porque casi se sube al lavabo. Estaba muy asustado y temblaba.
Aprovechando que tenía que salir (contraviniendo la normativa municipal) he tirado la basura. Con el cigarro en la boca, una bolsa de basura en una mano y el pajarito en la otra lo he llevado a una finca vallada que hay cerca de mi casa. El pajarito tenía energía, un buen rato después de salir todavía tenía fuerzas para revolverse en mi puño. Le miraba, le hablaba y él me miraba a mi así como miran los animales ¿cómo verá el mundo un pájaro?
Lo he arrojado prácticamente por encima de la valla, bien fuerte para que no quedara cerca y corriera el peligro de salir y que lo pillara un coche u otro bicho. Ha hecho un vuelo en elipse, de modo que al descender ha vuelto casi al pie de la valla. Ha intentado volar nada más caer. Volaba un metro y caía con torpeza, pero seguía intentándolo y prometía maneras de gran volador en pocos días.
Me he dado la vuelta y por la acera venía una vecina con un perro de estos pequeños y blancos, de raza. El perro corría por la acera en dirección contraria a la mia. Me ha pasado de largo y cuando me he dado la vuelta he visto que el pajarito salía de la finca por la valla y el perrito lo capturaba al vuelo, y salía corriendo con él en la boca.
¿Y qué he hecho? Nada. Me he quedado pensativo aunque no sé en qué he pensado esos segundos. He venido a casa y me he puesto a escribir esto.

Oigo en la radio que justo en este mismo instante está volviendo a torear José Tomás.


Saludos.

(mientras escribía he ido a por un flash al congelador y la gata estaba en la ventana pidiéndome entrar, según la he abierto ha ido disparada al baño a por el pajarito)

(ahora acaban de decir que ha muerto Amy Winehouse... ¿qué pasa hoy?)

viernes, 22 de julio de 2011

No sin mis gafas

Con el invento del láser mucha gente se opera de la vista ahora, pero yo prefiero seguir con mis gafas puestas. Me gustan mis gafas más que nada por la cara de imbécil que se me queda al quitármelas.
No hace falta estar recién levantado, ni enfermo, no me hace falta tener mala cara un día: Mirarme al espejo sin las gafas puestas supone siempre una indiscreción, una mirada impúdica sobre la desnudez del rostro, ahí va el rastro apagado de los años, aquí cierto cansancio, en los ojos, acá estas marcas que se acumulan, pequeñas amarguras que van haciendo del rostro una muestra viva de vulgaridad... en cambio ataviado con las gafas soy un ente unitario, redondo y sin vergüenzas aparentes. Es decir que mi ego se desmonta cuando me quito las gafas, dándome cuenta entonces de hasta qué punto me concibo a mi mismo como una caricatura.
Es obvio que la vergüenza del propio rostro está ahí de todos modos, como la calavera de uno, pero no resulta tan evidente tras el escudo de unas buenas gafas, igual que la calavera se disimula bien con unas carnosas narices por delante.
Una vez vi la cómica fotografía de un chimpancé con unas gafas y la verdad, el chimpancé parecía otra cosa, mucho más delicada y menos sucia.

No me veo tan desorbitado cuando llevo mucho rato sin ellas, entonces pasadas unas horas mi cara se asienta y vuelvo a reconocerme, pero recién quitadas aparece el cachorrito humanoide de mirada perdida, imbécil ya digo, y resulta tan evidente y autodestructivo el espectáculo que evito mirarme a los ojos por ejemplo recién duchado. Rápidamente vuelvo a ponerme las gafas, mi escudo entre yo y el mundo.

Así que hoy le he dicho a mi madre por enésima vez que no, que no me opero.

Saludos,

(claro que la cara de imbécil puede ser solo por la perplejidad de un mundo desenfocado)

jueves, 21 de julio de 2011

Todo está en los libros

He vivido exactamente la misma escena unas diez o quince veces.
Pongamos por caso a una bonita mujer a la que he invitado a cenar por primera vez, que llega a casa. Al entrar mira las estanterías llenas de libros, entonces invariablemente pregunta:
- ¿Y los has leido todos?
Yo le respondo que no, claro, que todos no, y entonces ella se alivia un poco pero sigue picada, continúa:
- ¿cuántos?
- Bueno, la mitad -miento.
Todavía insatisfecha, quiere un poco más.
- ¿Y cuántos tienes? ¿Cuántos has leido?

Yo le ofrezco un dato, inventado, aproximado, adecuado a la sensibilidad de cada visitante. Y entonces se establece una especie de debate en el que cada cual trata inútilmente de justificarse.
- Fíjate yo que no leo apenas, a mi es que leer me aburre. Pero no hace mucho terminé de leer un libro que me gustó bastante que me regaló mi hermana, iba de la guerra...

Esta escena, casi idéntica hasta aquí, representada por mujeres, amigos de amigos, albañiles, pintores y familiares de todo grado, yo creo que viene dada por una idea bastante falaz de la lectura, y aun de la cultura en general; un reino este que nos han enseñado a considerar trascendental y fascinante, al que todos tenemos el derecho y casi la obligación de acceder, un paraíso espiritual que proporciona éxito y felicidad a sus devotos.
A mi tanta lectura no me ha acarreado éxito en la vida, ni felicidad, más bien al contrario. Ni siquiera me ha ayudado a ser mejor persona.
Pero dejo que aquellos de mis visitantes que no leen crean en esos poderes ocultos de la lectura, no replico.
Unos pocos valientes se manifiestan abiertamente en contra de tanto libro, considerándolo un vicio y una pérdida de tiempo. A estos también les doy la razón callando. Suelen caerme mejor.

Diseñé mi casa aun joven, con la intención de situar mis libros como un decorado, vacilar un poco, tirarme el pisto. Ahora no lo haría así, y pondría la biblioteca donde le corresponde, en un lugar más íntimo, o en cajas. No es humildad, es que una vez desvelado mi propósito me resulta vergonzoso, y es que además ese primer Acto que parece casi obligatorio para las primeras visitas a mi casa es un engorro.
En cualquier caso, desde el momento en que entran, para todos me convierto algo parecido: un exquisito bicho raro.

Saludos,

(si sospecharan cómo fantaseo en el fondo de la noche con la vida de un Drogo (Juego de Tronos), con una vida dedicada a la fornicación y al salvajismo...)

lunes, 18 de julio de 2011

Lola en el monte

Lola y yo nos fuimos a Rascafría a pasar el finde, en plan serrano. Mucha gente va a la montaña, y no creo que sea tanto por huir del calor del verano como se dice. Ocurre que encontramos en la naturaleza una especie de psicoterapia, que miramos por ejemplo las estrellas o las montañas, o el mar, cualquier fenómeno así grandioso y milenario y entonces nos sentimos tan pequeños y fugaces que nuestras miserias se minimizan, nuestro ego se encoge y no asfixia, el pecho se dilata y en definitiva nos sentimos mejor. Es decir que a la mayor parte de nosotros nos consuela recrearnos en nuestra insignificancia. Pero esta clase de curas de humildad de clase media no van con Lola, para quien no existe espectáculo, ficción ni constelación lo bastante importante como para sentirse ninguneada, ni por un rato. Es la reina, y no se da descanso.

Así puede verse a Lola en la cama, Lola en el coche, Lola en una terraza pasando frío con un café y un cigarro, Lola un poco borracha rodeada de paletos, o Lola paseando entre pinos y monumentos monolíticos o de visita por un monasterio centenario y santo que ella no agachará nunca su cabeza triunfante ni dejará de tener en cuenta, no sin cierta sabiduría, que lo realmente importante son ella y sus asuntos. Vive bajo el imperio de una soberanía autoimpuesta y fatal, irrenunciable.

Un monje del Monasterio del Paular que lleva 48 años allí encerrado nos preparaba el sábado para la visita al lugar, ofreciéndonos una charla previa. Entre otras cosas habló del pecado y la falta de fe que campan por el mundo exterior, un mundo exterior que consideró frívolo, un poco idiota y terriblemente mediocre, es decir que a pesar de que él lo desconoce casi totalmente juzgó nuestra sociedad con un sorprendente acierto. Habló del matrimonio por la iglesia, del arte que había en el monasterio... viendo a los turistas un poco alelados alrededor suyo era fácil comprender que ni aun el mismísimo Jesucristo resucitado hubiera conseguido hacer llegar a nuestras chatas narices el aroma de ese denso mundo que latía ahí dentro, pero bueno, este post no va de las supuestas virtudes de la religiosidad, sino de Lola.

Comento aquí, porque me resulta inseparable de nuestra excursión, una parte importante del discurso de este monje, que consistió en lo que para él era una diferencia esencial entre el amor (con minúscula) y el Amor (con mayúscula). Una cuestión esta a la que yo (oh casualidad) llevaba unos días dando vueltas. El amor con minúscula es el amor corriente, interesado decía el monje, muy nuestro, que no busca sino satisfacer el propio ego. La amistad y aun gran parte de los familiares que nos rodean, en su mayoría, consisten en último término y muy a menudo en una disimulada siembra de los propios intereses. Todos cedemos al necesario engaño al pensar que no, que nuestras amistades y nuestros más sagrados vínculos personales son desinteresados, de raíz divina, metafísica y demás, pero como cualquier otra convicción apenas resiste a un examen atento de la cuestión.

El otro es el Amor con mayúsculas del dios de la Biblia, el Amor que produce la naturaleza, el Amor que mana de la música, el Amor de los poetas antiguos, que mueve el sol y las demás estrellas y, en últimas, el Amor de los primeros filósofos griegos. Este amor es desinteresado, y no espera recibir nada a cambio. Los monjes a las seis de la mañana se levantan a rezar, hasta las ocho y media, todos los días del año, por todos nosotros. Seré un idiota, o un romántico empedernido, pero considero imprescindible que actos así de ridículos y poco prácticos aun existan.
Llevado al terreno de las relaciones de pareja fallidas a Lola y a mi nos dio para reflexionar bastante esta profunda cuestión de los tipos de amor expuesta por el monje. Aun refiriéndonos a ella siempre de pasada y medio en broma dejó flotando en el aire una pregunta pendiente bastante grave, la misma para ella que para mi, imagino ¿es que no sé querer? ¿Soy un egoísta?

Bueno yo no puedo hablar por ella pero hablando por mi, puesto a examen mi amor, quiero decir tal como Lola hace que la quiera, sobre todo la quiero desinteresadamente desde que no estoy con ella, y me gusta más así.
Me era más difícil quererla simplemente cuando después de todo esperaba algo de su parte.

En un plano puramente teórico creo además que no hay tal diferencia, que la doctrina se equivoca respecto a eso, y que los dos tipos son en realidad el mismo amor. Cuando Lola ruge y habla como una leona herida, melancólica pero valiente del dolor, de la pérdida, de la vida, y habla de ello brutal y sin filtros, a mi se me aparece tan santa y pura como el monje, o como un niño. Encuentro en ella ese bendito egoísmo y esa generosidad sin pulir que derrocha la vida, que es el amor por la vida y por la propia voluntad de uno en el mundo. Lola no es ningún ángel, es verdad, ni en el monte, ni en el bar ni en el supermercado, ni le hace falta para que yo la quiera. El caso es que tendrá siempre mi mano de ogro para agarrarse si se siente caer, o mi soplido racional y frío cuando se sienta abrasada por su propio ardor, porque sí.

Saludos,

(consciente de mi Amor desinteresado, por cierto, me siento ahora tan buena persona que me doy por pagado con ello, e inmediatamente me percato de que entonces, sintiéndome así de bueno como ahora, este bienestar en la conciencia ya no hace desinteresado el Amor, sino vulgar, aunque siga siendo mayúsculo)

jueves, 14 de julio de 2011

Equilibrio...

Cuando me encuentro con conocidos lo primero que hacen es preguntarme "qué tal" a modo de saludo, algunos tocándome el hombro y mirándome con ternura. A mi no me parece que se trate siempre de una pregunta retórica. Muchos me preguntan bien alerta, temiéndose lo peor, cualquier novedad que yo pueda contarles. Yo respondo a su cordialidad diciendo que estoy bien, cosa que no siempre es cierta, y hablamos un rato, pero a las primeras bobadas de cambio a ellos inmediatamente les parece algo demasiado picante lo que cuento.

A menudo ocurre que los demás reciben nuestros asuntos con mayor gravedad que nosotros mismos. Mi mundo en concreto, ese mismo mundo que yo encuentro tan curioso y absurdo, tan grande y terrible, les resulta irrespirable. A veces cuento algo que me ha sucedido, que he presenciado, o sencillamente algo que pienso o que me invento, y recibo a cambio sentencias del tipo, “bueno, no pasa nada”, “ánimo, hombre”, “hay que disfrutar la vida” o “lo importante es ...” tal o cual cosa. Frases así. Yo inmediatamente intento minimizar la gravedad de mis intenciones (y es porque detesto los consuelos, las frases lapidarias y en general los paños calientes), pero ya es tarde. Me dicen "ánimo" y pienso "si estoy animado". O me dicen "no te preocupes, hombre" y pienso yo, pero si no estoy preocupado. Mis juegos les parecen una actividad abominable, suicida.



Es todavía peor cuando, insaciable, les pregunto por los asuntos de su vida corriente. Me doy cuenta entonces de que reculan y uno cree que puede tocar y pellizcar con los dedos la incomodidad producida en el otro, lo cual moralmente me obliga a reasumir el papel de bufón de la charla aunque sea para despedirme.



Dentro de la buena educación, existen dos maneras rápidas de liquidar el desconsuelo que pueden provocar ciertas conversaciones.

La primera consiste en la frase lapidaria, normalmente extraída de la sabiduría popular. (como "hay que tirar para adelante", o "lo importante no es como empieza sino como acaba" o "lo importante es estar bien con uno mismo" o "la suerte se la gana uno" o "las cosas son como las ve cada uno"). La llamo lapidaria porque son como una pesada losa que se pone sobre algo tan revoltoso como son la razón la verdad o la vida, para que se estén bien quietas y sea cómodo manejarse con ellas; estas frases son el tiro de gracia sobre cualquier diálogo imposible. A mi me repelen especialmente quienes emplean una frase con sonsonete o rima. El otro día me encontré con un amigo de hace años en el tren y en el trayecto de Getafe a Atocha (25 minutos), repitió unas cuatro veces la frase: "La mejor lotería / el trabajo de cada día", y con esta grosería tan mal pareada eludió hablar de su trabajo.

La segunda es la frase paliativa, esta no se emplea para dejar establecida la verdad del asunto sino a modo de alivio del otro. ("no hay mal que cien años dure", "no hay mal que por bien no venga", "esto son rachas", "tú tranquilo", "lo importante no es las veces que uno cae, sino las que uno se levanta" son algunas de las más conocidas). Este método es empleado por aquellos a quienes les parece que uno se queja buscando consuelo, cuando a lo mejor no pretendía sino hacer un chiste o contar una historia truculenta de sí mismo nada más. Los asuntos de mujeres dan lugar a mucho malentendido de este tipo, porque a menudo se viven con ellas entretenidos dramas, bodeviles dignos de ser contados, pero que los monógamos por ejemplo perciben como un hecho perturbador para el objetivo de la existencia y la salvación personal: el matrimonio. Eso que tú cuentas al padre de familia de tu edad que te ha ocurrido con una mujer, por no hablar de acontecimientos más graves, él de pronto lo considera un fracaso en el camino a la paz y a la salvación, otro matrimonio frustrado del pobre cronopio. Y entonces lo sienten tanto por uno que uno mismo no se había dado cuenta de la desgracia hasta después de observarlo reflejado en los ojos del esposo, que te dice "qué le vamos a hacer", triste por ti.

Los paliativos son más bondadosos, tienen mejores intenciones, pero son los más dañinos, porque si hay algo que no perdonamos al prójimo es que sienta por nosotros pena, no hay nada más obsceno.



(otras maneras muy corrientes para evitar el contacto son el mirar para otro lado cuando nos cruzamos en los pasillos de un supermercado, hacerse el longuis o saludar con un apresurado "hasta luego" y pasar de largo sonriente)



Será que me inclino hacia abstracciones resbaladizas o actividades nada prácticas, o que tengo un rostro o un tono de voz lastimero que mueven a compasión... en todo caso no es esto lo que yo creo. Creo que mi mundo, tal como yo lo veo, sí que debe ser terrible pero que yo soy tan idiota o inmaduro que no me doy cuenta. En cualquier caso lo que quería decir al ponerme a escribir este post es que lo que más frecuentemente logran las buenas intenciones de mi entorno es sobre todo preocuparme. Me siento mucho más importante y turbado, más pesado, después de establecer relación con el buen juicio de mis colegas. Y a mi me gusta volar y la gente que vuela.



Puesto a pensar en ello me doy cuenta no obstante de que me conviene este aporte de aplomo, no ir por la vida siempre como un turista atontado, y espabilar un poco. Ese estado inducido de no-idiotez al que accedo en contacto con los otros lo encuentro propicio para mi sustento, no vaya a derretirme el sol las alas. Así que reconozco que después de todo debo agradecer a los demás sus ánimos, consejos y ejemplos. Y saberlo apreciar.

Equilibrio, Juan C.



Saludos.



(me ocurre aquí también, que escribo con ligereza algunas cosas y recibo después mensajes de apoyo, de ánimo, que se agradecen por la intención, pero que lo dejan a uno con la certeza de haberse explicado mal, fatal. De que solamente el buen poeta puede darse a entender y que el resto de los mortales vivimos condenados a la incomprensión de los demás, es decir a la soledad más absoluta)

martes, 12 de julio de 2011

Carolina se pee

Hoy ha sucedido algo muy desagradable, francamente, en la oficina.
Hace un tiempo escribí en este blog sobre una bruja que tenemos aquí metida. En realidad son unas cuantas, pero solo de una no puedo desentederme. A propósito de la bruja, de sus maldades sin castigo me permití aquí una defensa de la Santa Inquisición.
Pero bueno. Voy al grano.
A esta bruja, que llamaré Carolina, recientemente la han ascendido mis jefes. La han puesto más o menos para que nos controle y se chive de cualquier conducta poco profesional que perciba en el despacho. Tiene autoridad incluso para mandarnos callar. Sin perjuicio de la indignación y el estupor que su nombramiento ha provocado aquí dentro, yo veo que es una astuta maniobra de mis jefes para asegurarse de que el personal no se desmadre cuando ellos se ausentan, cosa que hacen cada vez más a menudo. Y hay que ser justos y reconocer que este régimen de Terror que han instaurado funciona de maravilla, porque Carolina no nos deja hablar ni para preguntarnos por películas o hijos aquí dentro. Todo el mundo la odia, algunos con verdadera pasión, y recuerda uno a menudo cuando advierte cómo los demás la miran de reojo aquella frase de Hector del Mar, que hay mucha gente que sigue viva solo porque el asesinato es ilegal. Como era de esperar a Carolina se le ha subido además a la cabeza el ascenso, y si es de un natural rancio y estirado ahora llega a resultar incluso cómica en su papel. A mi me hace gracia, vamos, a los demás en mi trabajo no les hace ninguna.
Tiene 39 años y es virgen. Nunca ha tenido novio.

Bueno solamente quería poner en precedentes para situarnos un poco en la desagradable anécdota sucedida hoy y es que, estando ella y yo solos en el despacho, rodeados de un silencio sepulcral, de lo más profesional, Carolina se ha ido a levantar a dejar una carpeta y se le ha escapado un pedo, un pedo un poco mortecino, lento y líquido. Ella ha hecho como si nada por si pudiera haber pasado desapercibido, pero yo me he quedado mirándola por encima de las gafas y paladeando la ocasión que se me ofrecía la he dicho en voz baja, muy en serio, "bravo, Carolina".
Despierta en uno hasta cierta simpatía escuchar el pedo de alguien que por lo demás se comporta como si no tuviese ano. Lo humillante para los dos ha venido unos segundos después, cuando se ha extendido por el despacho un olor nauseabundo. A menudo empleamos palabras cuyo significado solamente sospechamos, puede explicársenos qué significa un adjetivo o un sustantivo, pero nunca lo llenaremos de sentido hasta experimentarlo. A mi me ocurrió hace unos meses esto mismo con la palabra "desgarro" que utilizó una compañera para describir el parto de su hija. Dijo que en el momento de salir la niña sintió un "desgarro interior" y yo entonces al escucharla y ver su gesto me estremecí, comprendí que no podía entender qué es realmente esa palabra si no ha tenido nunca un desgarro. Para mi compañera parturienta la palabra desgarro está llena de vida y sentido, para mi que no me he desgarrado nunca es solamente una abstracción, un concepto vacío de contenido, o lleno solamente de más conceptos.
Pues bien, la palabra nauseabundo se ha llenado de significado para mi esta mañana. La situación ha perdido toda su gracia cuando he tenido que abrir malhumorado las ventanas delante de ella (que seguía haciendo como si nada).

Saludos.

(me he informado antes de terminar el post acerca de la composición de los pedos. El olor de los pedos proviene de pequeñas cantidades de sulfuro de hidrógeno, metilmercaptano, escatol y azufre. Gas metano, etano y butano nada menos. Me inclino a pensar que el pedo de Carolina, dada su naturaleza diabólica, contenía altos porcentajes de azufre sobre todo. Así que he inhalado los gases producidos por sus bacterias intestinales, los vapores de su digestión. De verdad, qué asco)

domingo, 10 de julio de 2011

Joven cronopio abofeteado

Ser algo similar a eso que Cortázar llamaba un cronopio trae ciertas desventajas. Es un biotipo que generalmente atrae a cierto tipo de mujeres (las que no buscan un marido). Y facilita además, bajo mi punto de vista, que la música o la poesía puedan invadirlo a uno (entiendo dentro de estas buenas cualidades estéticas apreciar un bonito paisaje o llevarse bien con niños o mascotas). Pero desde un punto de vista funcional ser un poco cronopio resulta desastroso.

Ayer estuve en el cumpleaños de un viejo amigo de la infancia con quien compartí desasoiegos y momentos memorables en la juventud. Fue en su época un cronopio ejemplar, dedicadísimo, hasta que se casó, se cansó (ya advertía Lope la sabiduría de la lengua castellana que entre casado y cansado no ponía más que una letra; digamos que para don Lope de Vega el camino semántico iba de casado a cansado pero que para mi es, además, a la inversa, es decir que uno se cansa de su libertad y entonces se casa, y luego acaba también cansado de estar casado, a menos que se sea muy católico). El caso es que con mi amigo o ex-amigo ya no tengo mucho en común, pero ahí seguimos, no entiendo por qué. El cumpleaños era de su hijo, que es mi ahijado, con quien tengo una excelente relación.

Bueno, intentaré abreviar porque tengo comprobado que que las entradas muy largas no las lee ni el Tato, y la verdad es que hoy sí pretendo hacerme un público que me anime un poco. Es bastante triste.

Veamos.
Las fiestas de mi amigo están siempre atiborradas de familiares suyos, con quienes no tengo mucho trato. Otro amigo y yo, en previsión de esto, habíamos acordado ir juntos para pasar mejor el trago. El caso es que mi otro amigo no apareció ni contestó a mis llamadas ni a mis mensajes, y yo me encontré de pronto allí rodeado de cuasidesconocidos, con el móvil en la mano, desamparado, confundido, más cronopio que nunca. Y sin amigos.

Me puse a contar gente. Había cincuenta y tres adultos y quince niños, yo incluido. Todos tenían entre sí una relación estrecha, familiar, y yo como de costumbre era el cabo suelto, y sin novia encima. Mi ahijado cumplía dos añitos y yo llegué allí con un xilófono para él que ni siquiera abrió, deslumbrado como estaba por algunas decenas de regalos magníficos recibidos antes.

Al poco rato la mujer de mi amigo me presentó a un tipo calvo al que no conocía, y me informó de que él y yo habíamos sido compañeros de clase en el colegio. El me recordaba bien. Se acordaba de mi nombre y primer apellido, de un chándal que yo tenía, de mi mochila de cuero con cremallera, de mis mofletes y mis rizos y mis gafas. Yo en cambio no me acordaba de él, ni siquiera me sonaba su nombre. Entonces me habló (tenía unos ojos frustrados, tristes, con un párpado superior que denotaba cierto rencor hacia el mundo) qué era lo que más recordaba de mi en clase, algo que al parecer y por las veces que me lo contó le tenía obsesionado, y aun diría que indignado. Y es que nuestro profesor en 3º, 4º y 5º, padre de un compañero nuestro, tenía por costumbre llamarme a su mesa, pedirme con calma que me quitara las gafas, quitarse el anillo de casado y propinarme un bofetón. Esto, me contaba crispado mi excompañero, “lo hacía todos, todos los días”. A mi me sorprendió que recordara con tanta viveza algo que yo no recordaba, si bien vagamente yo sé que es cierto, o casi (es seguro que mi profesor no me zurraba todos, todos los días). Es decir que esto es un capítulo de mi infancia, a todas luces traumático, que yo había eliminado de mi memoria consciente, y es seguro que cualquier psicoanalista, psicólogo o psiquiatra extraería si yo me pusiera en sus manos de esta anécdota no pocas rarezas que ahora me aquejan y me impiden ser una persona normal. A partir de ahora, gracias a ese tipo, excompañero mio, puedo repartir desde una perspectiva psicologista las culpas de mi muchos fracasos entre mis padres y este hombre al que apenas recuerdo, que debe ser viejísimo ya, si no se ha muerto el cabrón.

Un rato después, entre morcillas de arroz y butifarras, encontré entre la muchedumbre a una pareja de cuarentones que se querían realmente. Quiero decir que se querían del modo en que yo entiendo que un matrimonio debe quererse pasada ya la edad de la pasión amorosa. Esto me llenó de ternura. Me acerqué y hablé con ellos. Eran vecinos de la madre de la mujer de mi amigo, y eran encantadores.
Luego cuando se marchó una animadora infantil que habían contratado me senté a fumar. Hablé con unos cuantos que se me acercaron, y vi a los niños jugar por el jardín mientras anochecía.
La gente de mi edad, gente de clase media alta, hablaban de todo en nutridos grupos. A mi más que ninguna otra cosa, su tono de conversación me mantenía alejado de ellos. No me gustaban.
Había dos muchachas más jóvenes y bien vestidas que guapas, a cuya conversación me arrimé para coger un sándwich de nocilla. El tono enfático que empleaban me resultó aun más espantoso que el de los mayores.

Ayudé a una niña a lavarse la pintura de la cara. La animadora les había pintado. Luego se acercó al baño un niño con la máscara de spiderman, que también le lavé, luego otro pintado de león.

Hablé un minuto con mi amigo, el padre, de un asunto de su trabajo. Aunque yo no le había pedido explicaciones, adoptó un tono fatuo para no decirme cuánto le había costado la fiesta. Se limitó a decir que yo “no me lo podía ni imaginar lo que le había costado”. Aparte de esto estaba muy orgulloso de cuánta gente había ido, yo le dije que cincuenta y tres adultos, él y yo incluidos, y quince niños. El me miró triunfal, se hinchó de satisfacción y yo le miraba a los ojos fumando sin entender nada, pensando que no hay en este mundo nada más ridículo que un cronopio que se pasa a fama, como si eso se eligiese.

Lo pasé bien, pero hoy me siento terriblemente solo, como nunca.
¿Tendrá la culpa de esta soledad también aquel profesor? ¿O papá que no me hizo caso? ¿o mamá que me sobreprotegió o no me protegió lo suficiente? Pamplinas, creo. Cada cual se agita como puede en esta chapuza de mundo.

Bueno, si alguien ha llegado hasta aquí agradeceré ayudas, consejos, abrazos de cualquier desconocido que pase... hoy no me siento tan fuerte.

Un saludo.

PD: Estaba también la hermana de mi amigo, que fue una chica muy guapa cuando éramos chavales. Estaba emabarazadísima y me alegré de verla, me contó que mañana, es decir hoy, salía de cuentas. Pero no puedo olvidar que hablando con ella no veía otra cosa que una mata de pelos negros y tiesos que salían de sus narices. Esa imagen no me la quito de la cabeza.

miércoles, 6 de julio de 2011

Los jardines invisibles

Abandonar un jardín en el que se ha sido tan tan tan dichoso unas horas o unos años siempre es penoso. Uno nunca sale de él con la cabeza bien alta a menos que haya cometido la improbable proeza de dejar dentro a la alimaña muerta o malherida, impotente para volver a dañar a un próximo visitante.

Pero esto no es lo normal. Lo normal es cierto malestar por haber asistido impávido al lento marchitarse de las flores; normal es el eructo amargo después de haberse dado uno un atracón de frutos, haber dejado esqueléticos los antes frondosos árboles; lo normal, en últimas, es marcharse cabizbajo de allí y que la vista atrás nos muestre la existencia de rincones inexplorados, o un inagotable laberinto ante cuya perspectiva, sencillamente, nos faltaron los pies o el valor. Lo normal es salir del jardín y volver al asfalto como se sale de la primavera y se nos viene el otoño encima.

Lo normal, no nos engañemos, es que abandonemos el jardín porque nos molesten ya un poco hasta el cantar de sus pajaritos, pajarracos, las flores sin aroma, algunas repentinamente de plástico, doloridos los tobillos por el piso irregular, a ratos intransitable, surcado de profundas huellas que no son nuestras y por tantas y tantas horribles grietas llenas de hojas secas, muertas.

La tristeza más triste consiste en una especie de remordimiento de exiliado, consistente en ser eternamente un visitante; no encontrar nunca en uno vocación de jardinero.

A veces te dejan entreabierta la puerta de atrás invitándote a volver cuando quieras, para solazarte y hacer inocentes cabriolas en su interior, son los jardines-isla. Otros en cambio cierran empedernidamente, como si las suyas fueran las puertas del Tribunal del Juicio Final, y no te permiten ni asomarte siquiera ni te dejan reclamar alguna cosita que de noche hayas podido dejarte olvidada dentro.

Otros cuantos permiten el acceso, sí, pero engañan: y es que solamente te dejan transitar por un estrecho tramo habilitado, un vereda recta y perfectamente pavimentada, bien preparada, reluciente y sin nada que ver, ruidosa pero muda, una tramo marcado por unas incorruptibles flores de papel couché, que huelen a ambientador; el resto del jardín fuera de la vereda permanece oculto, oscuro y vedado, a veces se escuchan ahogadas voces provenientes de las penumbras que atraen a los idiotas como yo. Salgo de allí normalmente con espinas en las pantorrillas y en las narices, por indiscreto, y nunca encuentro nada en la maleza oscura. Siempre descubre uno como de nuevas que no todo lo oscuro es de la materia del misterio.

Algunos están llenos de hadas y de duendes, esos son encantadores. Otros están llenos de chispeantes demonios, unos demonios que hacen invivible el lugar, y esos jardines también son encantadores.

Ultimamente, con preocupante normalidad, sucede que una funcionaria con gorra nos da antes de entrar una completa guía con un mapa para facilitarnos la visita y recorrer sus zonas más interesantes. A esos entro obediente, a la carrera, como quien hace gimnasia. Y los abandono igual, marcial.

Algunos jardines parecen llamar con tristes y lejanas voces. Aúllan porque les escuece una sequedad o una herida antigua, y precisan cuidado, atención. A esos jardines acudo presuroso, como si no existiera otro motivo por el cual vivir.

Si me encuentro por azar las ruinas de un edificio abandonado por un habitante anterior lloro, lloro de rabia e intento no volver a pasar por allí como si de un lugar sagrado y maldito se tratase. Pero si me encuentro dentro esparcida basura que haya dejado otro visitante, entonces esa basura no la recojo sino que la emprendo a patadas con ella y la esparzo más, y luego no sé dónde meterme. No valgo para jardinero.

Si me encuentro el tronco de un árbol seco, como en la película, me acerco al hueco y siembro susurrando dentro una palabra secreta. Algo mio queda en ese jardín ya para siempre, algo que no es un edificio, ni un columpio, pero que es algo. Esa palabra secreta vertida en el hueco nunca decepciona.

Me gustan los lejanos, y me desalientan los imposibles. Me gustó especialmente un jardín hace años que tenía en su centro un palacio de cristal, tal como era.

El caso es que no pierdo la oportunidad de un jardín, que entro a todos si me gustan, de mil amores, si soy admitido, aun con la firme certeza del abandono. Ninguno es demasiado ni demasiado poco para mi sed insaciable de belleza.
La visita a un jardín es como una vida, quiero decir como lo más puro y bello de una vida.


un saludo.

lunes, 4 de julio de 2011

Krahe- Marcuse y otros

Es muy conocido el antagonismo eros-civilización. Se dice que Freud lo sacó a la luz, lo continuó brillantemente Marcuse, dándole un muy muy tenue barniz marxista. Esta famosa oposición viene a explicar una verdad que todos excperimentamos pero que rara vez queremos ver, esto es: que para la civilización, para la sociedad incluso, se hace necesaria una represión interna de nuestros instintos más básicos, algo que nos genera cierta tensión. Freud contraponía un principio de placer (que es primario e instintivo, puramente animal) y un principio de realidad (que viene a ser el sentido práctico, superviviente, del individuo, y que en las civilizaciones acaba creando leyes, instituciones, etc...). La civilización se ocupa de diferir este principio de placer en el hombre, que renuncia, que debe renunciar a la satisfacción inmediata de sus instintos, a pasar por el aro si quiere formar sociedad. Es en la sexualidad donde estas pujas internas entre uno y otro instinto se hacen más evidentes, más espectaculares, tanto en las ficciones como en la realidad, a veces.
Así eros es una fuerza realmente peligrosa para el orden, puede hacer romper las normas, traer el caos, la guerra (Helena de Troya es un bonito símbolo); el libro de Marcuse es extraordinario.
No obstante creo que este tema del corazón del hombre en pugna con las normas de la polis ya está en la tragedia griega, que no es tan siglo XX como se dice, pero bueno. Los héroes griegos en cambio no acataban más que lo que su corazón les dictaba, claro que así acababan todos... lo que yo quería es colgar la canción de Krahe del mismo nombre, que explica todo esto muy bien.

Saludos.


sábado, 2 de julio de 2011

Spinoza

He encontrado en internet el soneto que Borges le dedicó a Spinoza, aquel joven que, negándose a comprometer su libertad intelectual, rechazó las cátedras que se le ofrecieron, y se ganó humildemente la vida como óptico puliendo lentes en su cabaña.

Mientras tanto, pule que pule, nos enseñó cómo esta aparente complejidad del mundo que nos envuelve no es tal si prescindimos del engaño del tiempo, nos enseñó qué bien se percibe que todo proviene de una sola y misma sustancia si lo vemos desde el punto de vista de la eternidad, que no hay azar, que todo en el mundo material ha de estar determinado, cómo la ética, cómo el hombre, Dios, el Mundo... en fin.
Creo que los académicos deberían ponerse a revisar esa horrible palabra moderna: monismo, que expresa Spinoza con tanta belleza y tanta verdad en el laberinto de sus escritos, explicándonos que todo es igual a todo, continuamente, no hay bien ni hay mal, que el suntuoso mundo que nos rodea y su complejidad es un reflejo del infinito, de la nada, una manifestación caprichosa de eso que él llamaba Dios, todo apenas una ilusión incluida cómo no nuestra propia vida... y en definitiva muchísimas otras ideas (desmitificadoras, terribles o liberadoras, según el temperamento) que Borges resume maravillosamente en su soneto.


SONETO A SPINOZA

Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)

Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito,
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquél que es todas sus estrellas


Saludos.

(mio tio está hecho un toro, más déspota que nunca. El cáncer podrá matarlo, pero solamente la muerte va a poder con él. Qué carácter tiene. Me dijo nada más verme: "Vaya joder cúanto pelo has perdido, coño")